A pocos centímetros de mi piel está la salvación de esta asquerosa vida.
Tener el valor de empujar mi mano hacia mi corazón, atrevesando mi ropa y cuerpo desnudo acabando así con todo.
Con todo.
Sería tan fácil...
Volvería a encontrarme con aquellos a los que un día perdí. Ellos, a los que tuve que despedir con un ahogado y lagrimoso adiós. A otros en cambio, no tuve la oportunidad de hacerlo.
Solo unos centímetros. Mis últimos minutos de dolor y terminaré para siempre. ¿Y por qué no? ¿Acaso la muerte será peor que todo esto? No lo creo. Imagino que nadie notará mi ausencia. Puesto que siendo yo la molestia central de sus vidas, me lo agradecerán.
Opto por el camino fácil y huyo de las dificultades. Soy cobarde, egoísta.
¿Fuerte? No quiero serlo más. Lo fui una vez y no valió la pena. O quizá: ¿Lo llegué a ser? No. Nunca lo he sido.
Quien abandona este mundo es aquel que teme a la propia vida. Y yo, la temo.
Las lágrimas de mis ojos llegan a mis mejillas. Caen simulando una tormenta y aterrizan en las sangrientas heridas. Duele. Escuece. Pero yo aguanto.
Se acabó. Mi mano va quedándose helada y la sangre comienza a secarse. Comienzo a ver luz en mi camino y a experimentar aquella sensación de ser feliz. Sonrío por primera vez en quince años de tortura y sufrimiento.
El color negro cubre mis ojos y oprime la vista a mi habitación, aunque yo tan solo veo iluminación. No consigo respirar y me voy consumiendo como una vela. Estoy fría. ¡Es el mejor sentimiento que he sentido jamás!
Y después de tanto tiempo aquí llega ella; tan elegante y seria como aparecía en la penumbra de las noches y en mis dulces sueños. ¡Qué hermosa es! Acepto su mano y me marcho junto a ella. Todo a terminado.
Estoy impaciente por comenzar a vivir.







